Hablemos sobre la bohemia madrileña y su literatura olvidada...
“Así la denominan los franceses (bohemia), y es una denominación que se
ha hecho general en Europa, a esos hijos del genio que, abandonando la paz de
sus hogares, se trasladan a las grandes capitales en busca de un nombre y una
fortuna, sin más patrimonio que sus esperanzas y su fuerza de voluntad”
Pérez Escrich, El frac azul
Tanto
la literatura bohemia como su
ambiente son uno de los capítulos de la historia literaria española más
olvidados en la actualidad. La llamada “Santa bohemia” ha sido relegada a los
anales de nuestra crónica reciente en pos de nombres y capítulos más triunfales,
amables y desempolvados de toda miseria e insania vital.
No es ninguna
casualidad, la tendencia desde hace al menos década y media ha sido la de
enterrar cualquier conato de rebeldía sincera o extremismo justo, en las calles
o en la literatura, quizá para adecuar a un público lector general a los
estrechos esquemas epistémicos que éste mismo se ha encargado de instaurar con
el agravante de exclusión. Salvando ese retrato del esperpento que fue Luces
de Bohemia, poco se conoce realmente de uno de los temas más
apasionantes y paradigmáticos de las letras españolas.
De
la bohemia madrileña se ha dicho que
es “…la historia y avatares de una tribu
literaria que rendía culto a la amistad y a la libertad, y que se permitía
poner todo en tela de juicio; la religión, la propiedad, el arte”. Paco Umbral, que se introdujo ya en
otra época posterior en las entrañas disecadas de aquél Madrid, dijo que “eran románticos inerciales, que sabían que había
que llevar la rebeldía, el hambre, la soledad, la intemperie, el alba y la
protesta más allá de su límite delgado y funeral, pero no se habían preguntado
nunca muy bien por qué”, aunque coetáneos como Pio Baroja, que frecuentó los cafés y tabernas de la bohemia y a
quien no parece que apreciasen mucho, opina que “se puede colegir que la bohemia es una de tantas leyendas que corren
por ahí, una bonita invención para óperas y zarzuelas pero sin ninguna base de
realidad”. Y es que Don Pío, en su ineptitud para disfrutar de la vida y la
tragedia como el bohemio, vividor y galante, exprimidor de sensaciones por
naturaleza, no sentía más que aversión por todo esto de la bohemia, de la que,
sin embargo, escribió bastante en obras como Adiós a la bohemia y en algunos
artículos, afianzando un cliché algo envenenado sobre la misma que llega hasta
nuestros días:
“El
bohemio no es práctico. Proyecta, proyecta mucho, pero no pasa de ahí. [. . .]
El bohemio no solo es vanidoso, sino que es ególatra, siente admiración por sí mismo.
Si se ve humilde, desdeñado y solo, va casi siempre gozando con su desgracia
interior; si está enfermo o triste, llega también a gozar. Hay esos placeres
paradójicos y malsanos en los fondos turbios de la personalidad humana.”, nos
dice en su artículo “La bohemia madrileña”.
Y en “Bohemia y Seudobohemia” apunta:
“De aquella bohemia, lo que más me chocó siempre era la holgazanería,
sobre todo para trabajar en cosas que, según aquellos bohemios, eran las que
más les gustaban. Yo nunca entendía esto bien. Comprendo la pereza para todo; pero
mostrar pereza para lo que más gusta, eso no lo comprendo fácilmente. Yo creo
que si la mayoría de aquellos tipos de café hubieran encontrado un editor rico
que les hubiera dicho: `Todo lo que escriba usted se lo tomo para publicarlo y
se lo pago inmediatamente´, les hubiera dado un disgusto”
Cuando
nació en París la bohemia, retratada allí por Murger y desde donde se importó a España, ésta se convirtió incluso
en un fenómeno sociológico y político, trascendiendo el arte y el modus vivendi
de los personajes pobladores de aquél ambiente. Lo que en la Ciudad de las
Luces fue –y sigue siendo– un capítulo importante de la expresión humana y
espejo de una época histórica, en Madrid, se convirtió casi inmediatamente en
el esperpento en el que muchos lanzaron sus dardos o al que, sencillamente,
dieron la espalda y se ocuparon de sepultar, en un ejercicio de cainismo muy del gusto nacional y del
cual algunos escritores actuales han aprendido más que de ninguna otra fuente,
haciendo de nuestra bohemia un sub-episodio anecdótico, casi bufonesco,
enterrado con el devenir del siglo XX y a la sombra en Madrid de tantos falsos
profetas de la letra o, posteriores, de páginas sobredimensionadas y cansinas
como La Movida, donde la cultura de
una ciudad, al parecer, topó con su techo.
Era
en torno a la popular Puerta del Sol donde los bohemios se reunían en cenáculos,
cafés (Platerías, del Colonial, Fornos, el Universal) y tabernas para sus
tertulias. La mayoría cultivaba su arte dentro de la corriente estética del decadentismo modernista o del determinismo naturalista, presentando
escenas de un costumbrismo extremo. Eran periodistas, articulistas, críticos
literarios, dramaturgos, maestros del folletín o ejercían la novela por
capítulos tan de moda en la época. Algunas de sus obras se han llevado al cine,
pero para un público general todo queda condensado en Luces de bohemia, donde aparecen muchos de sus antihéroes. Estos
son algunos de sus nombres: Alejandro Sawa y Miguel Sawa, Manuel Machado, Emilio
Carrere, Alfonso Vidal y Planas, Ernesto Bark, Francisco Villaespesa, Pérez
Escrich, Pedro Barrantes, Pedro Luis de Gálvez, Armando Buscarini, Joaquín
Dicenta, Rafael Delorme y, en menor medida, Prudencio Iglesias Hermida y Eduardo
Zamacois. Algunos, bohemios más insignes que otros –de los que haremos un breve
repaso– , cuyas obras, novelas, poemas, teatro, artículos, óperas o folletines,
constituyen un reflejo fidedigno de aquél ambiente y un legado significativo y
sustancial de las letras y la historia de la capital.
De
Alejandro Sawa, el personaje clave para entender la bohemia madrileña a través de
su maltrecha vida y su obra, ya hablamos hace unas semanas, nombrando obras
imprescindibles de la biblioteca bohemia como Declaración de un vencido (1887) o la póstuma Iluminaciones en la sombra (1910). Su hermano Miguel Sawa nos dejó
también obras muy sugestivas como Ave,
fémina (1901) o Historia de locos
(1910). Manuel Machado, hermano del
excelentísimo Antonio, y bohemio amigo de los Sawa (véase su epitafio a Alejandro)
nos deja un gran testimonio de aquella época y de sus personajes, así como poemarios
tempranos como Alma (1901).
Enrique Pérez Escrich fue un verdadero ídolo de las clases
populares gracias a una sensibilidad muy cercana los estratos sociales más
bajos y sencillos y a una prosa llana de lenguaje vulgar que no utiliza en otras
de sus obras más selectas como sus dos novelas más exitosas, El cura de aldea (1863) y la autobiográfica El frac azul. Episodios de un joven flaco (1864), donde narra sus
vivencias de bohemio capitalino. Pedro
Barrantes se convirtió un rabioso disidente del Madrid de la época. Sus
ingeniosos y furibundos artículos anticlericales o contra la monarquía, los
aparatos de la justicia o el gobierno, le llevaron a sufrir penas de cárcel,
donde fue torturado y dado por muerto hasta despertar en una fosa común a punto
de ser enterrado y volver a reconciliarse con la Iglesia. Delirium tremens (1890) es su poemario más transgresor. Ernesto Bark tuvo que huir de su
Estonia natal por actividades revolucionarias. Cuando llegó a Madrid colaboró
con diversos periódicos progresistas, destacando en Germinal, dirigida por Joaquín
Dicenta y donde escribían otros insignes bohemios como Valle-Inclán, que lo
retrata en sus obras como Basilio Soulinake. Su estilo extremista está
representado en Los vencidos (1891), La filosofía del placer (1900) o La santa bohemia (1913).
Emilio Carrere pasó de significarse con el socialismo a ser monárquico y antirrepublicano al ascender en la escala social y afianzarse económicamente, mientras su obra cobraba popularidad, para finalmente integrarse en la ultraderecha y en el régimen franquista. De sus tiempos de vida desordenada y correrías nocturnas nos quedan obras como La cofradía de la pirueta o La conquista de la Puerta del Sol. Alfonso Vidal y Planas, que cumplió condena por asesinar en el Joy Eslava a un compañero adulador de Alfonso XIII y que murió en el exilio dejando obras como Las alas del sátiro, La barbarie de los hombres (1915) o la posterior Santa Isabel de Ceres. Pedro Luis de Gálvez, revolucionario y del que se cuenta el triste bulo que iba con su niño nacido muerto en una cajita pidiendo dinero para su entierro por las tabernas de Madrid, nos legó Desde la cárcel. Y hasta el estallido de la I Guerra Mundial tenemos otras obras de gran importancia entre las que destacan Cantares y Ensueños, de Armando Buscarini o El alto de los bohemios y Bajo la lluvia de Francisco Villaespesa.
Emilio Carrere pasó de significarse con el socialismo a ser monárquico y antirrepublicano al ascender en la escala social y afianzarse económicamente, mientras su obra cobraba popularidad, para finalmente integrarse en la ultraderecha y en el régimen franquista. De sus tiempos de vida desordenada y correrías nocturnas nos quedan obras como La cofradía de la pirueta o La conquista de la Puerta del Sol. Alfonso Vidal y Planas, que cumplió condena por asesinar en el Joy Eslava a un compañero adulador de Alfonso XIII y que murió en el exilio dejando obras como Las alas del sátiro, La barbarie de los hombres (1915) o la posterior Santa Isabel de Ceres. Pedro Luis de Gálvez, revolucionario y del que se cuenta el triste bulo que iba con su niño nacido muerto en una cajita pidiendo dinero para su entierro por las tabernas de Madrid, nos legó Desde la cárcel. Y hasta el estallido de la I Guerra Mundial tenemos otras obras de gran importancia entre las que destacan Cantares y Ensueños, de Armando Buscarini o El alto de los bohemios y Bajo la lluvia de Francisco Villaespesa.
Si
como acertadamente dijo Murger, la bohemia fue “el prólogo a la academia o la morgue”, puede que este recordatorio
no sea más que un tanatorio de estrellas cuya luz se ha ido oxidado por el
olvido con el paso de los años y cuya superficie intentamos pulir un poquito. O
puede que nuestra bohemia capitalina sea poco más que un talentoso y rebelde
grupo de escritores que no llegaron a tener tras su muerte un nombre merecido. En
cualquier caso, los clichés sobre el tema sobran en esta entrega en la que
reivindicamos autores y obras ensombrecidas por la ortodoxia y el prejuicio, y que resultarán altamente disfrutables, pues como dijo Gómez
de la Serna “no hay que tener tanto miedo a la bohemia y a la noche…”.
Mi
yantar tengo inseguro y las nubes son mi techo;
pero
guardo un gran tesoro de ilusiones en el pecho
y
lucir puedo, orgulloso, la virtud y la entereza
de
llorar con mis ideas y reír con mi pobreza.
Ilusiones
y esperanzas son mi pan de cada día
y,
doliente y esforzado, sueño mucho… poco vivo;
pero
en gracia a los favores de mi ardiente fantasía
si
no vivo lo que sueño… sueño todo lo que escribo.
-La canción del bohemio- Felipe Sassone
© David de Dorian, 2014
(Ilustración: Alessandro Gottardo)
Publicar un comentario