Hablemos de Alejandro Sawa, el rey de los bohemios, conocido como Max Estrella en `Luces de bohemia´...


“Yo soy el otro: quiero decir, alguien que no soy yo mismo. ¿Que esto es un galimatías? Me explicaré. Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mí mismo. Soy un hombre enamorado del vivir, y que ordinariamente está triste. Suenan campanas en mi interior llamando a la práctica de todos los cultos, y me muestro generalmente escéptico. Con frecuencia mis oraciones íntimas, que ledamente yo a mí mismo me susurro, rematan en blasfemias que, al salir de mi boca, revientan con estruendo. Yo soy el otro.”

La historia de Alejandro Sawa es una historia amarga y triste. Sawa fue un literato con clase, radical, extremo, marginal, de poca suerte, rebelde auténtico, verdadero "outsider", un demente desconocido para el público lector –aún hoy– y el Rey de los bohemios en aquella bendita bohemia madrileña de finales del siglo XIX y principios del XX, tan mitificada y tan sepultada después de algo más de un siglo. Fielmente retratado en su decadencia por Valle-Inclán en la fabulosa "Luces de bohemia", donde el eterno Max Estrella, como personaje, trascendió al etéreo Alejandro Sawa como persona y escritor, su figura merece, siempre, ser reivindicada y puesta en relieve, para su descubrimiento, disfrute y relectura en tiempos tan revueltos como estos, en los que su particular envite nos resultaría tan necesario.

La bohemia madrileña es uno de los capítulos de la literatura española más fascinantes y sugestivos en los que uno pueda sumergirse. De aquella panda de hampones, entre los que se encontraban nuestro amigo Sawa, su hermano Miguel y otros ilustres hombres de letras como Ernesto Bark, Pedro Barrantes, Joaquín Dicenta, Francisco Villaespesa, Pérez Escrich e incluso el mismísimo Rubén Darío, que pululaban entre cafés y tabernas dando "el sablazo" a algún despistado y creando apasionadas tertulias sobre literatura y política, nacieron grandes obras, cuyo lienzo más representativo es "Luces de bohemia", la novela del esperpento. Más allá del cuadro de Valle-Inclán, muchos otros testigos nos deleitan con escenas de aquella “golfemia” capitalina, entre ellos Emilio Carrere, que recuerda al “suntuoso y despilfarrador” vate:

“Sawa era un personaje espectacular. Llevaba barba y melena. Su cabeza era una reproducción de la testa romántica y noble de Alfonso Daudet. Era malagueño, y probablemente de origen hebreo; pero por el alma, –enamorada de lo grande, lo armonioso y lo luminoso– era un griego”

Por la obra insignia de Valle sabemos mucho de Alejandro Sawa, incluso sin saber que se trata de Alejandro Sawa, un escritor ungido en su frente con el beso de Victor Hugo, que se movió estilísticamente en el Naturalismo con ”La mujer de todo el mundo” (1885),  "Declaración de un vencido" (1887),"La sima de Iguzquiza" (1888) o "Noche" (1889), y ya en el Modernismo con su póstuma "Iluminaciones en la sombra", todas obras notables y excelentes reflejos sociales y patológicos de la España de la época. Su extremismo vital, su virulencia en cuestiones de estado como la política y la religión católica, o contra el españolismo y la mediocridad idiosincrásica de todos los estamentos sociales de aquella –esta– España, son sus rasgos más atractivos, a la par de una narrativa muy rica y tremendamente lírica, que lo convierten en una de las figuras más infravaloradas e injustamente ensombrecidas de la literatura española. ¿Por qué?, seguramente por esa misma virulencia contra todo lo que parece pertenecer al gen patrio, como ahora, como siempre, cuestión endémica:  

“El pueblo español ha perdido la costumbre de mirar a lo alto. De seguir así es posible que a estos hombres del pueblo les salga un nervio junto al cogote, y que, como a los cerdos, les sea imposible levantar la cabeza para nada, teniendo que tirarse panza arriba en el suelo para ver el sol” (Declaración de un vencido)

Sawa, de origen griego, nació en Sevilla, creció en Málaga, estudió Derecho en Granada y se mudó a Madrid con diecisiete añitos, ese Madrid “absurdo, brillante y hambriento” donde comienza su vida de bohemio y su agitada existencia marginal. Primeros tiempos de vida madrileña “estupendos de vulgaridad” y de los que concluye: “Sé muchas cosas del país Miseria, pero creo que no habría de sentirme completamente extranjero viajando por las inmensidades estrelladas”. Por eso, nuestro antihéroe, con algunas novelas ya publicadas que lo encumbran como uno de los representantes del Naturalismo de Émile Zola en la capital, parte a París, con la idea de zambullirse de pleno en la vida artística de la Ciudad de las Luces. Se trata de su segunda experiencia en la ciudad francesa, en la que permanece siete años como parte de la vanguardia literaria parisina, frecuentando los cafés donde parnasianos y simbolistas organizan dionisiacas tertulias; hervideros de la intelectualidad donde conoce a un desengañado Verlaine, que atraído por su aire romántico entabla amistad y ejerce en él una potente influencia que el andaluz no tarda en sentir, y en los que introduce a otro nuevo amigo, Rubén Darío.

Es en París, junto a Darío y su concepción estética, donde Sawa encuentra en “l'art pour l'art” (“el arte por el arte”) ese credo incondicional que lo acompañaría hasta sus últimos y trágicos días. Allí también conoce a su mujer, Jeanne, con la que tiene a su hija Helena Rosa. Sus estrecheces económicas le hacen volver a Madrid, donde se desarrolla una enconada lucha entre el academicismo y las nuevas tendencias, enmarcadas en la revista Germinal, en la que Sawa se erige como el más mordaz y desafiante de los autores, entre los que militan Valle y Dicenta. Su actitud rebelde y fuera de todo canon hace que sus congéneres le denominen “bon viveur”, habiendo apartado la literatura por una febril actividad periodística consagrada a una honestidad bestial para expresar las furias –casi siempre– o bendiciones de su inusitada libertad de criterio. Una actividad pareja a la de bohemio empedernido, que lo introduce de nuevo en las tertulias del Café Platerías, del Colonial, del Café Madrid, del Fornos o del Universal, “con sus perros, sus pipas y su facha de vencedor…tan deshecho” (Carrere), donde se reencuentra con Darío, tomando de lleno el mundo de la noche madrileña como su guarida.

Pero al entrar el siglo XX, esa bohemia romántica se torna en bohemia trágica y comienza a vivir en misérrimas condiciones, debido a su nulo talento en la gestión monetaria y a sus cada vez más agravados problemas de salud, que lo llevan a quedarse ciego en 1906. Poco antes de esa fatal ceguera, inmerso en la pobreza, el “hombre cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar fijamente al infinito”, acude a su amigo Rubén Darío, ya convertido en divino de las letras y con el estatus de ministro, para pedirle ayuda, y tras varias misivas no respondidas, finalmente el muy miserable solo le ofrece la innoble tarea de prostituir su arte y elaborar una serie de artículos para ser rubricados por el nicaragüense en el diario La Nación de Buenos Aires. En su desesperación, Sawa acepta y, para rizar el rizo de la miseria y la desgracia, Darío nunca le abona un pago con el que podría haber aliviado sus penurias y sacado a la luz “Iluminaciones en la sombra”.

Postrado y vencido en “una casa horrenda” (Carrere) de la Travesía del Conde Duque, “pobre y fea, casa comunal de corredor”, Sawa, quien dijo que “escribir en Madrid es llorar”, dicta a su mujer lo que se convertiría en su obra póstuma, una especie de dietario biográfico que consideraba lo mejor que había escrito nunca. La ilusión de verla publicada en vida fue imposible. Finalmente, y con la mala fortuna de su lado –algunas colaboraciones canceladas y otros pagos no efectuados–, el desarraigado poeta muere ciego, completamente loco y olvidado, el 3 de marzo de 1909, tal como él mismo había ilustrado poco antes: “¡Irme, huir de aquí, por dignidad, por estética, por instinto de conservación! ¡Es que yo me noto aún sano en esta sociedad de leprosos!”. Un año después se publica “Iluminaciones en la sombra”, con prólogo de Rubén Darío, quien, acuciado por su deslealtad o tal vez por afán de protagonismo en la memoria de su malogrado “poor Alex”, le brinda emotivas palabras:  
“Yo le he visto en mil instantes. Hombre jovial, compañero risueño, de una voz ya ruidosa, ya como medio velada con una gasa de seda, sutil narrador de anécdotas, noctámbulo, revelador de felicidades paradójicas y descubridor de fatamorganas. Ceremonioso y escénico, al punto de que su simple entrada en un café era un espectáculo. Amigo de hacer visible y retórica su superioridad mental, con actitudes y con tropos. Galante con sus pares, cruel en frases acres con obtusos patrones y empingorotadas medianías. Dandy agriado por los vinagres emponzoñados de la pobreza (…) Ciranesco, quijotesco, d`aurevillyesco, todo de una pieza, llevó siempre, aún en las mayores angustias y caídas, levantado e incólume, su penacho de artista. Intransigente, prefirió muchas veces la miseria a macular su pureza estética. Su pureza no era blanca, era azul”  
No fueron las del desleal indio las únicas palabras póstumas para el genio griego. Otros autores, asiduos a los cenáculos y voyeurs de aquella bohemia madrileña, recuerdan al poeta. Cuentan de Alejandro Sawa que “era generoso en su pobreza” y que no admitía en sus textos cambio alguno, porque “a su entender, los disparates pueden caracterizar un estilo”, que cuidaba su prestancia en “la lentitud noble de sus ademanes, la gravedad de su voz, el altivo reposo de sus facciones” y que “hablaba en correcto castellano con pronunciación francesa”. Ramón Gómez de la Serna nos dice que Sawa “era el jirón de una época que está acabando de desmantelar el tiempo” y Luis Bello vislumbró en esa genial majestad “la encarnación de toda una juventud malograda”. Ya lo dijo Murger, “la bohemia es el prólogo a la academia o la morgue", y para el Rey de los bohemios no hubo más que la bilis de la historia. “¿Es que un hombre como yo puede morir así, sombríamente, un poco asesinado por todo el mundo y sin que su muerte como su vida hayan tenido mayor trascendencia que la de una mera anécdota de soledad y rebeldía en la sociedad de su tiempo?", se preguntaba antes de caer en el delirio.

Una clave de su derrotada existencia la tenemos en un significativo texto llamado “De mi Museo”, escrito por Prudencio Iglesias Hermida, en el que compara a nuestro poeta, “que no es santo ni cristiano, que sabe ser modesto cuando habla con cualquier pobre vencido de la suerte, y sabe ser más soberbio que un rey bárbaro cuando ve alzada ante sí la figura de cualquier poderoso de la tierra”, con su coetáneo Galdós, y del que pueden extraerse conclusiones generales muy reveladoras que, sin ser ningún secreto, obviamente pocos declararían de manera abierta hoy:

“De la mentalidad de Galdós a la de Sawa hay distancias siderales que recorrer, y, sin embargo, Galdós es un triunfador y Sawa un vencido. Claro está que esto se explica por la ley de afinidades. El público acepta con gusto la hegemonía de Galdós, porque lo ve a poca distancia de sí mismo, y lo considera, pues, como a uno de los suyos. Mientras que Sawa por la jerarquía de su entendimiento, por el aristocratismo de su espíritu y hasta por su pulcritud física no puede formar entre los pelotones de la canalla contemporánea (…) Galdós es un novelista que domina la mecánica de su oficio; eso todos lo sabemos. Pero que me señalen una idea genial, una imagen, una escena plástica que acusen en Galdós una potencialidad creadora de primera fuerza.  Al decir que Galdós es una mentalidad inferior, hablo, claro está, en términos relativos. (…) Galdós, en esas alturas, sería siempre un intruso”

Alejandro Sawa es, más que nunca, la personificación de la España actual, cuya idiosincrasia, en definitiva, nunca cambió un ápice desde que éste escribiera sus primeras líneas. Decía querer al pueblo y odiar la democracia, por parecerle absurdo un sistema cuyo poder depende de una mayoría que hace bloque con la ignorancia; y es que sabía perfectamente dónde se encontraba. Su obra, su pensamiento, su credo, su vida, tremendamente actuales, son la metáfora de lo que valen en un país como España, hecho de “intrusos”, las virtudes que podrían sacarla de su endémica caverna mental, donde esa mediocridad galdosiana hace piña para aplastar cualquier atisbo de “sawas”, obligándolo a vivir siempre entre extraños, pues como él mismo escribió “la lepra atrae; la salud rechaza. Un leproso encontrará siempre otro que se le una. Lo propio del hombre sano es la soledad”.

Alejandro Sawa, o, si lo prefieren, Max Estrella, fue “el último romántico”, “el último olímpico”, y quizá el último bohemio de un Madrid aún hambriento de tantas cosas. Él siempre lo supo, vivió conforme a su credo y su espíritu libertino, no aguardaba piedad de la existencia, prefirió el dolor y la soledad a someterse: “Vivir es eso, luchar en todas las formas con las fatalidades naturales, hasta marearse, hasta aturdirse, con el libro, con la piqueta, con la idea, con el puño cerrado, con la observación, con la experiencia, con el martirio. Lo demás, desengáñate, aunque ahora pienses lo contrario, lo demás es vegetar

Cuánta razón tenía Luis París al decir de él que “sería capaz de dar la vida por una buena metáfora”; del más clarividente de los literatos de aquella época fue su gran paradoja la de quedarse ciego y morir loco, con un broche final muy adecuado de tragedia griega, haciendo de su vida su verdadera obra póstuma, que como dijo Manuel Machado en su certero epitafio: “Jamás hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho”. 

© David de Dorian, 2014

Ilustración minimalista de Alessandro Gottardo

(Ilustración: Alessandro Gottardo)

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