Hablemos del sueño desagradecido de Rudolf Hesse y de sucumbir ante la locura de un acto heroico en medio de la locura... 


LA METÁFORA POSTMODERNA 


La Historia de la Humanidad y, sobre todo, del fatídico pasado siglo, nos han dado muestras suficientes de la comicidad y lo ridículo de nuestra especie, encerrados en una tragedia tan monumental como es la guerra. Pero, la mayoría de los actos épicos -por no decir todos- que el hombre realiza en pos de las gestas más sublimes con el fin de imponer de manera violenta y miserable su propia ideología, resultan, si se les mira desde el punto de vista adecuado, cómicos y ridículos. Por supuesto, no se pretende negar la elevada dosis de tragedia y miseria que toda forma de imposición posee, pero intentaremos hablar de “otra Historia”, aunque inherente, como ya se ha dicho, a la tragedia.

El pandemónium nazi es hoy algo así como el Justin Bieber de la Historia, un material muy comercial y de éxito editorial asegurado. El germen, nacimiento, desarrollo, plenitud y muerte, de este pandemonium llamado Nazismo fue una lujosa mansión construida en medio del desierto, que se fue cayendo a pedazos poco a poco, comenzando por un encalado que cedía a los envites de la naturaleza y prosiguiendo por las tejas pardas que caían del tejado con un suave soplo de viento, hasta que la tormenta del desierto dio al traste con sus delirios de arquitectura suprema y sepultó bajo la arena tanto a su arquitecto como a sus delineantes.

Una de estas tejas llevaba el nombre de Rudolf Hess. Este hombre, que se hacía el demente en los juicios de Núremberg, se convirtió en el segundo elemento de la jerarquía nazi, aun siendo considerado como “la cara amable” del régimen. Hess fue un hombre solitario y retraído, culto y bastante peculiar entre sus allegados. Lo que llega a atraer de su figura, además de sus características personales, es la expresión de su rostro. Un rostro atormentado, levemente melancólico, de mirada sumisa y lunática, como el peón buenazo de una fábrica de conservas. Dicho “pedazo de pan” nazi, protagonizó el episodio más delirantemente cómico, misterioso y divertido en la historia de la II Guerra Mundial; un episodio que podría interpretarse como la metáfora perfecta y el reflejo fidedigno de cuantos personajes anónimos intentan a contracorriente cambiar a diario el curso de los acontecimientos cotidianos, juzgándose el tipo entre dos fuegos y sucumbiendo a la locura de la barbarie tras la barbarie.  

La gran gesta de Rudolf Hess comenzó en una tarde de mayo de 1941, cuando el alto mando alemán se encontraba totalmente imbuido en la ocupación del territorio soviético. En un alarde de heroicidad bien planeada -justamente como lo planearía alguien que ha perdido la cabeza después de darse cuenta de una gran locura cometida- Hess escapó de Alemania más sólo que la luna sobre un bimotor. ¿Sus motivos?: el hombrecillo solitario y retraído intentaba llevar un mensaje de paz a los aliados. Se dirigió a Gran Bretaña y allí se lanzó en paracaídas cayendo sobre suelo escocés. El bimotor quedó hecho añicos. Él fue hecho prisionero, tras haberse dañado un tobillo. 

De nada le sirvió repetir una y otra vez que era “Alfred Hom”, amigo del Duque de Hamilton, en cuya pista de aterrizaje privada esperaba planear. El mismo Duque de Hamilton puso en aviso al sardónico Churchill: - “¿Cómo, me está usted diciendo que tenemos al lugarteniente del Führer en nuestro poder? Pues con Hess o sin Hess, yo pienso seguir viendo esta película de los hermanos Marx.”               
El Führer, con una de sus incombustibles rabietas, tildó al pobre patoso de “loco”. Hasta aquí quizá piensen ustedes que se trata de algún sketch de los Monty Paython, y es que no desentonaría en absoluto, imagínenlo.

Hess fue trasladado a la torre de Londres, donde estuvo encarcelado hasta el proceso de Nuremberg. Tras cinco años de cautiverio, nuestro estrambótico personaje se presentó en el banquillo de los acusados, junto a otros “supervivientes” del alto mando Nazi. Nada se había vuelto a saber de éste desde que aterrizara en Escocia. Toda la sala quedó perpleja al ver a un Hess totalmente ido, con la cabeza inclinada a un lado, entrecerrando los ojos, fantasmagórico. Su imagen era un verdadero espectro. Se decía que había sido torturado por los británicos para conseguir información y que, éstos, habían experimentado con drogas para su propósito. La posibilidad de que Hess estuviera interpretando un papel era también muy probable.                                                      
Los interrogatorios fueron de lo más cómico, con un Hess mascullando frases inverosímiles al estilo Dr. Gonzo. Sin embargo, en su alegato final, dejó su ambiguo ensimismamiento por unos minutos, aparentando ser una persona totalmente cuerda, consciente y muy capaz, y volvió a provocar una nueva sensación de surrealismo en la sala mientras confesaba: “No me arrepiento de nada. Volvería a hacerlo”.

La historia de este hombre desde su incorporación al Partido Nacionalsocialista no dejó de ser una pura ironía. A pesar de ser considerado la “cara buena” del régimen nazi, se convirtió en mano derecha de Hitler; y a pesar de que fue la única persona que intentó emprender negociaciones de paz, cuatro años antes de la finalización de la contienda, fue condenado a cadena perpetua.  Como premio extra, jamás volvería a ver a su familia.
El desangelado jardín del castillo-prisión de Spandau (Berlín) le vería deambular como un espíritu desorientado hasta su muerte en 1987, por “autoestrangulamiento”, según el gobierno británico, que asumía su custodia. Tenía 93 años, la enfermedad de Parkinson y una salud mental totalmente deteriorada; pero las fuerzas suficientes para suicidarse de manera tan memorable. Un hecho totalmente lógico y creíble, por supuesto. La tesis del suicidio carecía de fundamento, como demostraban los informes periciales forenses y los dictámenes médicos previos a su muerte, pero… sería osado y cómico dar la razón a los informes; ¿quién es capaz de dudar de la palabra de un británico contra un nazi?

Contaba Albert Speer, en su recomendable Diario de Spandau, que Hess estaba trastornado un día sí, otro no; y relataba cómo, al percatarse éste de que lo estaban observando, cambiaba su actitud y su forma de actuar, dando a entender que era un ser plenamente enajenado. Cuando el arquitecto y niño bueno del nazismo fue liberado en 1966, Hess quedó solo. Tenía todo un castillo para su sombra, tranquilidad absoluta y servicio 24 horas. Un buen día años más tarde despertó de su locura y entonces murió. Rudolf Hess fue una especie de “freak” del nazismo, una víctima incomprendida y tal vez la mente más ridículamente cuerda de ambos bandos. Su epopeya es un ejemplo perfecto de la afilada y violenta ironía, tragedia chistosa y comicidad, que puede encontrarse en los anales de la historia del, afortunadamente, extinto siglo XX.

© David de Dorian, 2014

Paul Tebbott

(Ilustración: Paul Tebbott)

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