La
única vez que trabajé con un contrato serio fue haciendo cubos de basura.
Pronto comprobé que también en la fábrica era un inadaptado y que me sentía
aparte de todo. Mi paso por allí solo era temporal, así que no me preocupaba
saber que los demás peones me veían como una especie de inútil. El capataz dormía
allí mismo, en una garita en lo alto de la mole metálica. Estaba al tanto de la
cuadrilla y de cualquier desperfecto que pudiese surgir con la enorme maquinaria
que moldeaba los plásticos. Los vapores de la fábrica le habían dejado el
blanco de los ojos de un tono amarillento muy desconcertante, con cuyo recuerdo
me veía abatido ante el espejo tras cada jornada para inspeccionar mis globos
oculares, a los que creía volverse cada vez más ocres. Aunque el tipo era
majete parecía sentir por los universitarios bastante ojeriza, cosa que manifestaba
de vez en cuando sin ningún recato y con un tono condescendiente de
superioridad. Éramos unos incapaces y, de alguna manera, no le faltaba razón,
aunque tampoco yo me lo imaginaba muy hábil como guía de cualquier museo de
arte. Pero esos no eran trabajos como dios manda. No era yo el único estudiante
de un grupo de peones muy variopinto, entre los que había borrachos, congoleños
con heridas de machete por todo el cuerpo, jóvenes que habían decidido dejar el
instituto o padres de familia que se ofendían cuando se enteraban de lo que
ganaba diariamente por medio de Adecco. Que mi único trabajo debidamente
regulado hasta la fecha fuera en una fábrica de cubos de basura ha sido para
mí, sin duda alguna, la metáfora definitiva.
Porque
esos eran otros tiempos, había trabajos de mierda por empresas temporales para
cualquier universitario o licenciado que estuviese dispuesto a olvidar sus
conocimientos y el tiempo y la pasta invertidos en su formación para pringarse
en el mundo laboral más básico de cabeza. Si aceptabas el sacrificio tenías
cuatro duros en el bolsillo y un puesto fijo en la sociedad. Hoy ese rudo sacrificio
no tiene siquiera esa ventaja monetaria. Sin embargo, una gran parte de
individuos siguen buscando un trabajo de lo que sea, por puerco que sea. Pero, ¿trabajar para vivir? Ya no. Ya no a “su
manera”, ni tan siquiera de aquella forma, en la que todavía era posible vivir
–aunque fuera un poco al menos– y disfrutar de lo ganado trabajando. Imposible
hoy, en una fábrica, en una oficina o en un negocio. Entonces, ¿para qué acudir
a ese mundo laboral? ¿De verdad tiene más ventajas que sacrificios y
quebrantos? ¿Subsistir a toda costa? ¿A toda costa? Sería más sabio ni
planteárselo.
El que escribe estas líneas, que en definitiva, sigue igual de
inadaptado que cuando fue peón en una fábrica de cubos de basura y lo único que
le une al resto es que no es nadie, dice que cada uno debería dedicarse a su
talento, a su pasión. Son pocos los que tienen la suerte de dedicarse a su
verdadera pasión y no por ello son talentosos en su oficio – se me ocurre el de
las letras (enhorabuena, suerte para vosotros que la mediocridad hace piña)
–, así que son aún menos los que
tienen la suerte de dedicarse a ese talento que, además, es su pasión.
El
panorama actual obliga a ello. Nos encontramos ante una “época puente”, un
periodo de la historia clave en el que las cosas se encaminan a cambiar
radicalmente, pero no sabemos con exactitud de qué manera lo harán. Para darnos
una pista y así poder intentar cambiar las cosas –porque va a ser necesario
hacer ese esfuerzo, créanme– habrá que dejar de utilizar el periodismo más
crítico como súmmum de la vanguardia informativa y relegarlo a un segundo plano
en favor de la Historia, de cuyas lecturas podremos comprobar, mediante ese
complemento informativo del día a día, qué es lo que nos espera en la otra
orilla del puente. Hay que leer HISTORIA, ahí se encuentran las respuestas. La
gran divergencia. Luego ustedes decidan si, con todo, la tibieza o seguir el
mismo camino que hasta ahora les resolverá estar con el agua al cuello y, sobre todo, no poder vivir su vida de manera justa. Debería ser la hora de
arriesgarse. Hacer lo que realmente se quiere hacer y hacerlo a tu manera. Seguirle
el juego a la idiosincrasia que desde hace ya tanto merma la creatividad del
individuo y ahora sus bolsillos o alimentar su descomunal maquinaria, esa que anula
a la gente como seres humanos, está penado con el hundimiento. Y eso es lo que
está aconteciendo. Se trata de la revolución personal. No se apenen por la
cotización, jóvenes, no lo cobrarán jamás. ¿Creen que lo que han conocido hasta
ahora permanecerá tal cual? No es una crisis, es un Nuevo Orden.
Esa
destructiva mentalidad pragmática de encontrar cualquier trabajo deja de ser un
baluarte cuando no garantiza un mínimo de bienestar para disfrutar de la vida y
cierta seguridad para el futuro, cuánto más en este momento en el que no
afianza una existencia digna y la dignidad se ha rebajado desde hace años
hasta los mínimos de hoy. No dejo de tener en mente al prerrafaelista William
Morris y sus Arts & Crafts. Aquello era algo medieval pero adaptado, quizá podría
reconvertirse agraciadamente bajo
la situación actual. Quién sabe, intentarlo es importante, el fracaso es
permanecer como hasta ahora. Si hay un momento para la utopía es este.
En
definitiva, hay que volcarse hacia las pasiones creativas personales. Si
abandonaste tu verdadero talento y lo demás no ha merecido la pena retómalo. El
tiempo que se gasta en alimentar a esos barrigudos chupasangre en cada empresa
o en cada negocio ajeno será más productivo y satisfactorio gastándolo de otra
manera y solo para ti. No se lamenten y manden al carajo este sistema cuyas
redes no les permitirá tener ni un momento de plenitud. Buscar otra salida es
la única salida. Cualquier alternativa puede ser hoy bastante más rentable que
lo que nos ofrecen. No piensen que soy un idealista, llámenme si acaso loco, dudando
de esa cordura suya que les ha llevado a este ocaso. Cambien y cambien las
cosas. O esto o sucumbir. Yo he preferido sucumbir con esto.
© David de Dorian, 2014
(Ilustración: Paul Tebbott)
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