Hablemos del populoso barrio madrileño de Malasaña en su versión 2.0...
La
luz, la luz conductora de la poética novela de Rosa Chacel que inmortalizara ese pedazo de Madrid sin tan siquiera
describirlo, fue, tal vez, tan solo aquella esquirla de sol que partió desde el
epílogo del Siglo de las Luces y de la ciudad de la luz para iluminar una
España católica poblada de súbditos complacientes y agradecidos, y de la que, dicen,
pasaron ya 200 años. Una luz que, en la orilla izquierda del río Fuencarral, le
muestra a los días unas cuantas calles y plazas que conforman la zona del barrio de Maravillas, hoy el populoso
barrio de Malasaña. Un barrio –como
sabéis- no sólo famoso por haber sido el epicentro de la sobredimensionada Movida
Madrileña, sino por haber sido, mucho antes, el epicentro del
levantamiento contra las tropas francesas en la Guerra de la Independencia española y que ha sufrido
transformaciones de toda índole en su larga historia, pero ninguna –creo yo-
como la desarrollada desde que el siglo XXI apareciese raudo cruzando el arco
de Monteleón e instalándose en “el 2 de”.
De
Malasaña se han oído cantidad de diatribas por parte de jóvenes bocas, que no
pisarían ese barrio de “rojos”, de “guarros” o de “progres” aunque el garrafón
fuese del bueno. Pero eso era antes. ¿Antes de qué? Antes de que Malasaña
dejase aflorar libremente, y de manera lógica, la gran paradoja en la que siempre
ha estado inmersa sin darnos cuenta y cogiese las riendas de su verdadero
espíritu para recuperar su esencia histórica. Y es que, La Movida solo fue un
espejismo, que a tenor de la actualidad desde la que uno escribe, perdió por
K.O. ante movimientos coetáneos menos frívolos y miopes como el Rock
Radical Vasco, que aún hoy, afortunadamente, ninguna personalidad
política se atreve a reivindicar, a diferencia de ese cementerio de elefantes
cultural que es La Movida Madrileña. Porque,
parece que el “barrio progre” de la capi, en torno al cual eclosionó el
sobrevalorado movimiento de aquellos primeros años 80, adolece de su propia
historia, en una especia de significado oculto que nos es revelado ahora.
La
paradoja es incluso hilarante y esconde nexos de tinte sarcástico, al ver que
el tradicional bastión de la vanguardia cultural madrileña recibe el nombre de
una figura elegida como símbolo del nacionalismo español y de la resistencia contra
el gabacho invasor, que a buen seguro hubiese puesto en su lugar a los desde
entonces sempiternos poderes que hoy –y siempre- tantas indignidades le hacen
tragar al mismo pueblo que por aquél entonces –y siempre- les ayudó a sacudirse
la plaga francesa, o en definitiva, en una endémica actitud de autofagia, de
cualquier plaga que intentase instalar esa luz para pintar las paredes desconchadas
de este convento en el que la oscuridad abriga al verdadero saqueador y al verdadero
culpable de las miserias nacionales.
Malasaña,
en honor a la gran “heroína” del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808,
de nombre Manuela, y de la que existen varias versiones, dependiendo de cómo se
la quiera utilizar históricamente, era hija, para más inri, de un panadero
francés, cuyo apellido, Malesange, fue convenientemente españolizado. Resulta
que el único levantamiento popular efectivo de la historia de España, surgido –aparentemente-
del propio pueblo, se produjo para mantener en su cómoda poltrona a la Iglesia
y a uno de los Borbones más miserables y zafios de la historia de la monarquía
española, y que el “barrio progre” de la capital lleva de nombre el símbolo del
levantamiento que sirvió para afianzar todo aquello que, supuestamente y por
tradición, choca frontalmente con el espíritu que al menos hasta finales del
siglo XXI había caracterizado al barrio. De ahí al “¡Vivan las cadenas!”,
alentado por el pueblo madrileño al paso de la comitiva de Fernando VII para su
restablecimiento como Rey de España, están Los
desastres de la guerra.
Y
es ciertamente otro jocoso desastre que el barrio haya encontrado la horma
de su zapato en el verdadero significado de la paradoja que acabamos de
exponer, pues hoy el ex-Maravillas goza de un nuevo panorama humano, más
acorde y más exacto, escorado hacia la anestesia del alma que, más allá de los
fines de semana de visitas antrológicas,
deja entrever la corriente conservadora y aborregada natural que han
experimentado algunos barrios madrileños propicios para el affaire nocturno
con el cambio de siglo, habiendo
encontrado de esta manera la buena Manuela a su Malasaña y Malasaña a su
Manuela.
“Difícil, dificilísimo mantener el secreto,
queriendo, al mismo tiempo, hacerle participar del cambio, la madurez que se
había impuesto por los dramas vividos, que no podían considerar ajenos”,
decía Rosa Chacel en su novela, que no se llamaba Barrio de Malasaña, porque es hoy cuando ese secreto se ha
desvelado –aunque siempre fue y será de Malasaña-, encontrando su verdadero
espíritu en la progresiva metamorfosis que lo han llevado a su auténtico
ambiente y su palmaria esencia, sin disfraces maravillosos, sin resistencia
alguna ante nada, ni ahora ni nunca, que en aquellos años de creatividad y
revulsivo cultural que se produjeron en los 80 el viento soplaba a favor y porque
van a tener que invadir de nuevo los franceses el barrio para que haya movida…
Pero
son cosas de la capi. Cosas del “barrio progre” de Madrid, que hoy sigue alimentando
su historia con las mismas momias de siempre, poniendo de relieve un
paradigma que, o a nadie importa o no querrá reconocer, ante el paisaje cultural
de una ciudad cuya decadencia –por mucho que quieran negarlo- le ha valido
tener depósitos y depósitos de semen, sí, pero solo clínex donde vaciarlos. Y como
esto es casi un ejercicio de lo que uno se empeña en llamar “historia subjuntiva”, lo que hubiese
molado que Curro Jiménez le hubiera echado un ojo a Manuela y se la hubiese
llevado de crucero por el Caribe. ¡Qué gallardo!
© David de Dorian, 2013
(Ilustración: BloOp)
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